martes, 13 de agosto de 2013

Las predicciones de los indios

Tezcatlipoca, señor del bien y del mal.

   La creencia de que hay días de mala suerte como el martes 13, con muchos seguidores todavía en Grecia, España y América Latina  -“en martes no te cases ni te embarques”, dice el refrán, y menos si cae en 13-  viene a demostrar el profundo arraigo popular de la cábala o artes adivinatorios, que a pesar de su origen milenario, aún cobran actualidad.
   A casi cinco siglos de iniciada la conquista espiritual de México, que tenía entre sus objetivos acabar con las supersticiones, abundan todavía en zonas indígenas y en pueblos y ciudades del país, infinidad de brujos o hechiceros, herederos de la ancestral cultura, que aseguran tener poderes mágicos para hacer o deshacer todo género de males.

Mal presagio oír aullar alguna fiera por la noche

   Los cronistas de la vida prehispánica hablan de los principales augurios en los que creían los antiguos mexicanos:
   Si por casualidad oían por la noche aullar alguna fiera, llorar como niño o reñir como vieja, presagiaban que había de venir muerte segura o gravísima enfermedad y carestía de subsistencias.
   Si se oían por la noche golpes como de los que cortan leña, con gran audacia se echaban polvo en el pecho y buscaban al leñador, porque tenían por cierto que eso lo hacía el fantasma de Tezcatlipoca, a quien proclamaban señor del bien y del mal.

El canto del búho o de la lechuza, augurio de muerte

   El canto del búho se consideraba mortífero, excepto cuando chillaba junto al nido. No era de mejor agüero el canto de la lechuza y principalmente cuando cantaba “cuel”, “cuel”, que quiere decir “vamos”, “vamos”, llamando a las almas.
   Si se les presentaba una liebre saliendo de su acostumbrado agujero, creían firmemente que en esos momentos los ladrones saqueaban sus sembrados o sus huertos o devastaban sus casas o que se les huirían sus esclavos a lugares de donde con ninguna diligencia los pudieran sacar.

El fuego en casa nueva debe encender pronto y bien

   De la casa nueva y del fuego encendido en ella por primera vez, decían que si prendía en breve, ello presagiaba habitación óptima y afortunada, pero si se encendía tardíamente y con dificultades, adversa.
   Ver hormigas rojas o brillantes, ranas, o ratones blancos, auguraba también grave infortunio.
   Además, tomaban presagios de las hierbas, de los árboles y de los ramos de flores, de los cuales decían que no era bueno oler en el medio de ellos.

Mal pronóstico que las tortillas se doblen en el comal

   Igualmente, tenían por mal pronóstico que las tortillas se doblaran o enrollaran en el comal y que el hermano menor bebiera antes que el mayor.
   En fin, los antiguos mexicanos hacían augurios de los cuchillos de piedra puestos detrás de la puerta, de la comida que dejaban los ratones, del que comía estando de pie y de los arrimados o pegados a los postes.
   Y todas estas cosas creían que las hacían los hechiceros con el objeto de dañar a los demás.
Obra consultada: Francisco Hernández. Antigüedades de la Nueva España. Dastin, S.L. Madrid. 2003.
Imagen: Tezcatlipoca en el Códice Borgia. Wikipedia.

miércoles, 7 de agosto de 2013

La seguridad en el México antiguo

Organización social de los aztecas.

   ¿Sabe usted cómo se garantizaba la seguridad pública en la sociedad azteca? Los cronistas de la época, entre ellos Francisco Hernández, autor de “Antigüedades de la Nueva España”, aseguran que, por principio de cuentas, ninguna vivienda de los aztecas, incluyendo los palacios de los próceres, tenía puertas ni ventanas. No eran necesarias. Ladrones, asesinos, violadores y malhechores en general no representaban una amenaza pública.
   “La ciudad de México tenía, cuando la ganó Cortés [1521], sesenta mil casas o más. Se veían fabricadas muy diestramente con piedras y vigas, templos, palacios reales y casas de próceres; las demás eran bajas, estrechas, y carecían todas de puertas y ventanas”, dice este autor.
   Y esto no sólo en la gran Tenochtitlan, sino también en el resto del imperio. Hernández menciona el caso de los edificios ubicados cerca del templo mayor de toda ciudad importante que recibían a las mujeres dedicadas al servicio de los dioses. “Era admirable –dice- la seguridad de aquella gente, que con las puertas abiertas pasaban el día y la noche sin la guardia de varón alguno, y no había quien se atreviera a ofender su pudor”.
   Igualmente, gobernantes y ricos solían adornar sus palacios con tapices de algodón de imágenes multiformes y colores variados, y también con plumas, esteras de palma y tapetes finísimos, además de contar con joyas y vajillas de gran valor. Estas mansiones se mantenían abiertas en todas sus entradas, con absoluta seguridad, “porque si algún ladrón por casualidad fuese encontrado, lo cual era raro y notable, era castigado de manera atroz”.

Las leyes aztecas fueron bastante disuasivas

   Según las leyes aztecas, si el objeto robado tenía poco valor, con la restitución bastaba, pero si era mayor, al ladrón lo reducían a la esclavitud, y si siendo esclavo reincidía, lo enviaban sin más trámite a la piedra de sacrificios, donde puesto de espaldas los sacerdotes le sacaban el corazón para ofrendarlo a los dioses.
   Por cierto que quien se robaba un esclavo, también era castigado con la muerte, “por impuro y sacrílego”, ya que usurpaba algo perteneciente a los dioses.
   El homicidio se castigaba invariablemente con la muerte.

Pena capital a jueces corruptos y defraudadores oficiales

   Al Senado Regio correspondía juzgar los pleitos, dar a cada uno lo suyo y castigar los crímenes. Lo formaban ancianos, nacidos de noble estirpe y honrados, amantes de lo equitativo y de lo recto, temerosos de los dioses y no impedidos por amistad alguna o perturbados por odios.
   Era costumbre rapar al juez o al senador, quienquiera que fuese, convicto de cohecho, o que recibiese regalos de los litigantes o de los reos. Así rapado, lo arrojaban con gran deshonra de su asiento como indigno del consorcio de tan gran Senado, una pena gravísima para él, “casi más grave y más atroz que la misma muerte, aun cuando al fin se le cortara la cabeza”, dice el cronista.
   Asimismo, en cada ciudad del imperio había recaudadores, a quienes se pagaban los tributos que debían ser remitidos sobre la marcha al ecónomo supremo con una cuenta formada de todas las cosas, por pequeñas que fueran, “porque si en algo defraudaban, estaban sujetos a la pena de muerte”.

   Educación, base de la tranquilidad y el orden público

  Aparte del rigor con que castigaba los crímenes, la sociedad azteca destacaba por su profunda acción educativa, tanto en el hogar como en la escuela, donde se inculcaba a niños y jóvenes el valor de la honradez y de las buenas costumbres. En cualquier ciudad importante había cuatro géneros de colegios para niños y niñas, dos para varones y dos para mujeres, consagrados a Quetzalcóatl.
   En esos colegios los niños aprendían a decir la verdad, a hablar con elocuencia, a saludar a los que se encontraban y a reverenciar a los mayores y a los viejos, en tanto que los padres inducían en la virtud a sus hijos e hijas, encauzándolos por la vida honesta y el estudio; les hablaban de cómo apartarse de los vicios, huir de la soberbia y de la pereza y evitar todo aquello que rebajara su honor. Asimismo, ensalzaban el pudor como admirable y muy precioso a los dioses y a los hombres.
Obra consultada: Francisco Hernández. Antigüedades de la Nueva España. Dastin, S.L. Madrid. 2003.
Imagen: Fundación Cultural Armella Spitalier en Facebook.